Carol y Emil Cioran

El hombre de los retratos: Cioran frente al espejo

Homenaje a Vasco Szinetar,
Bibliomula, 2013.

Para hablar de Vasco Szinetar y la magia de sus fotos no puedo referirme sólo al momento de la toma, sino también al antes y al después.

Conocí a Vasco en Caracas, en 1978, en el taller literario “Calicanto” dirigido por la escritora Antonia Palacios. Con Vasco descubrí el arte de la fotografía, un arte que revela y captura para siempre ese preciso “instante”. Y también nació una amistad que traspasa el tiempo y la distancia.
 
En el verano de 1982 Vasco vino a Paris para fotografiar a Emil M. Cioran. El contacto lo hizo gracias a Ben Ami Fihman, quien mantenía una correspondencia con el filósofo rumano. Vasco, hospedado en mi apartamento en París, me invitó a acompañarlo y servir de traductora.
 
Era verano, y nos fuimos caminando hasta la rue de l’Odeon donde vivía Cioran. Subimos unas amplias escaleras de madera; 95 escalones hasta el sexto piso. Llegamos agotados y nos preguntamos cómo haría Cioran. “Nada mejor para el corazón” nos dijo luego.
 
Cuando Cioran nos abrió la puerta, me sorprendí. Esperaba un hombre taciturno, como sus escritos, pero fue un hombre sonriente y vibrante quien nos invitó a pasar. Su apartamento era pequeño, compuesto por una serie de buhardillas que Cioran había unido entre sí. Su desordenada oficina estaba repleta de libros en las paredes, desperdigados sobre el escritorio y el suelo. Entramos a una pequeña sala que daba a una terraza desde la cual se veían los techos del barrio de St. Germain. Había un tocadiscos con radio bastante antiguo, incluso para la época.

Con Emil Cioran. © Vasco Szinetar

Cioran nos ofreció un té y entró a la cocina para prepararlo. Nos sentamos alrededor de una mesa ovalada. Con sus 71 años, Cioran exhalaba una tensa energía, y mucho vigor. Su rostro, surcado por arrugas al borde de unos ojos azul claro, con una frente amplia ofrecía una cabellera espesa, hermosa. Su seductora mirada pícara la reflejaba en un humor a veces ácido, a veces benevolente. Lo que más me impactó de Cioran fue esa paradoja del hombre angustiado, del ennui, del aburrimiento, y el hombre pleno de vitalidad, compasivo, riéndose a carcajadas.
 
Nos entretuvo con sus historias sobre su amigo, el dramaturgo rumano, Eugene Ionesco. Se reía al confesarnos que era tan pobre que aceptaba invitaciones a los salones de París para beber y comer bien. Y se inscribió en la Sorbona tan sólo para acceder al económico comedor estudiantil.

Conversamos sobre Rumanía. Vasco le contó que su padre era de Transilvania donde Cioran había nacido. Habló sobre sus amigos Henri Michaux y Samuel Beckett y ofreció presentárselos a Vasco. Posteriormente, Vasco me dijo que Cioran había sido muy galán con él, pero en verdad lo que quería era volver a verme.


Durante
Cuando estábamos todos relajados Vasco le preguntó si podía comenzar la sesión de fotos. Era un deleite ver a Vasco en acción, sobre todo con un personaje como Cioran. Vasco tiene un don para crear atmosfera y ubicar a sus personajes ante fondos o espacios que revelan, aún más, a quién está fotografiando. Su energía era ligera, divertida, distrayendo a Cioran del temor que podía suscitar la cámara.
 
Vasco le pidió que se sentara en una silla de mimbre con cabecera alta. Cioran se puso cómodo, entrelazó las manos y cruzó los pies. “Look at me”, le dijo Vasco con su mano apuntando hacia el lente. En ese instante Cioran se entregó, se abrió a esa confesión fotográfica. El lente captó al Cioran de mirada penetrante y de angustiosa intensidad.
 
Vasco salió a la terraza. Era una tarde esplendida. No había una sola nube en el azulado cielo. “¿Una foto juntos?” preguntó Vasco. “Mais oui”, respondió Cioran con una pícara sonrisa.
 
Sin pensarlo mucho, Vasco tomó a Cioran por el brazo y lo colocó delante de la ventana. “Carol, tú te paras del otro lado de la ventana y mira a Cioran”, me ordenó.
 
Cioran sonreía. Puso el brazo sobre el marco de la ventana y me miró con suavidad. Sentí ternura y compasión por este hombre acuciado por su propia existencia. Nuestras miradas, guiadas por Vasco, cimentaron una amistad que se desarrollaría en los meses por venir.
 
Vasco dio por terminada la sesión. Cioran nos habló sobre Fernando Savater quien lo había traducido e introducido su obra al español. Me preguntó si estaría dispuesta a revisar una traducción que en esos días estaba haciendo un joven español de su libro “Ese maldito yo”. Cioran quería la opinión de un hispanoparlante latinoamericano. Me sentí muy halagada. Quedamos en vernos los tres, al día siguiente, en mi apartamento en la rue Linné.
 
Cioran llegó puntual. Traía una bolsa de plástico donde tenía una copia de la traducción del libro. Quedamos en que la leería y luego nos reuniríamos con el traductor. Esa tarde Vasco nos tomó varias fotos: en el salón y la terraza, con el fondo de la calle, edificios y carros, enmarcando a un Cioran de cuerpo entero como si formara parte del paisaje.
 
Cioran era un verdadero parisino. Solía recorrer la ciudad a pie. En una época, cuando el insomnio lo azotaba, salía a caminar por las noches. También recorrió el país en bicicleta. Contaba que el ejercicio físico lo ayudó a superar el insomnio. Además, las largas caminatas le permitían vaciar la mente.
 
De esa estancia de Vasco en París no sólo me quedaron las fotos, sino un sincero aprecio por Cioran. La primera reunión de trabajo fue en casa del  escritor franco-español, Jean-Jacques Lafaye y con Rafael Panizo, su traductor. A pesar de ser un trabajo arduo y minucioso todos los presentes disfrutábamos de la compañía de Cioran, de su humor y su aguda e imprevisible inteligencia. Cioran examinaba cada palabra, buscando el significado exacto. Además quería que cualquier hispanoparlante pudiese captar las sutilezas inherentes al texto.
 
Como esa tarde no terminamos, Cioran propuso otra sesión. Quedamos en reunirnos al día siguiente en mi apartamento. A partir de ese momento comencé a ver y a hablar por teléfono regularmente con Cioran. Hoy día lamento no haber tomado nota de nuestras largas conversaciones telefónicas, llenas de anécdotas, confesiones y reflexiones.
 
A menudo, cuando lo llamaba, Cioran me decía que estaba deprimido, pero a medida que charlábamos él comenzaba a contar anécdotas con ese humor infeccioso que tenía. La risa cambiaba su estado de ánimo y al despedirnos su estado anímico era otro. “A través del humor”, me decía, “uno evita la falsedad. El humor devuelve la dimensión humana. Es una forma de  humanizar lo inverosímil…. Es la anti-esquizofrenia y la prueba que uno no está loco”. [1] 

Una de las conversaciones que recuerdo vivamente es la siguiente: “Estoy muy deprimido”, me contestó con una voz decaída. “Acabo de hablar con un joven que quiere suicidarse”. Y a continuación me cuenta que intentó explicarle al joven que no tenía que suicidarse. Una cosa era escribir sobre el suicido, una idea que fortalece y permite soportar la vida porque existe la opción de ponerle fin, y otra cosa es convencer a ese ser humano que desista del acto mismo del suicidio y encuentre el deseo de vivir.
 
El tema del suicidio fue lo que me impulsó a juntar a Cioran y a mi amigo Abel Posse, escritor y diplomático argentino. Su hijo adolescente se había suicidado en París. Abel, desgarrado por esa pérdida intentaba entender el suicidio de su único hijo. Ese encuentro dio lugar a una profunda amistad que duraría hasta la muerte de Cioran en 1995. Con Abel vi a un Cioran compasivo, interesado por lo que mi amigo estaba viviendo. Paseando por St. Germain y cenando en un pequeño restaurante donde se podía hablar, Abel y Cioran compartían una pasión por lo escrito, por los libros que les permitía sobrevivir y soportar la caída en el tiempo.
 
Muchos años después, viviendo en Madrid y colaborando con Jacobo Fitz-James Stuart, de la editorial Siruela, en una cronología para una antología de cuentos del escritor uruguayo Felisberto Hernández, le propuse presentarle a Cioran. Este encuentro fue en 1988 en casa de Cioran. Para mí fue fascinante ver como Cioran se relacionaba de forma diferente según el personaje. Con Jacobo, esa tarde, presencié a un Cioran seductor, encantado de charlar con un aristócrata. Cioran y Jacobo, ambos de mirada pícara y graciosos, compartían con humor su pasión por los libros y el arte. Cioran disfrutaba del conocimiento interdisciplinario de Jacobo. Grandes conversadores, ambos siempre tenían una historia o anécdota que contar.
 
Yo solía caminar con Cioran por las estrechas calles de St. Germain. Una tarde nos detuvimos frente al río Sena. Mirando la iglesia de Notre Dame, con absoluta seriedad me dijo, “En el siglo XXI, Notre Dame será una mezquita”. Le preocupaba la tolerancia de Francia ante el avance del Islam en Europa. Repudiaba el celo con el cual fanáticos religiosos buscaban imponer su creencia a otros.

Buscamos un café donde sentarnos y conversar. Cioran quería saber quién era yo, cómo era mi vida. Yo acababa de conocer en Cannes a Yilmaz Guney, cineasta kurdo de Turquía y ganador de la Palma de Oro. Se sorprendió con mi interés por los kurdos y no dejó de preguntarme por mi pasión por ese mundo lejano de guerreros.

De regreso a mi casa le ofrecí un té de hierbas, Cioran no bebía alcohol. Escuchamos el concierto para piano #1 de Brahms, quien era uno de sus compositores favoritos. Para Cioran la música expresaba lo que las palabras no podían. Pasándose la mano por su espesa cabellera, me dijo, “¿Puedo pedirle algo?”. Lo sentí titubear. Sus ojos azul claro se posaron sobre el sofá, y tímidamente me preguntó, “¿Podría colocar mi cabeza sobre su regazo?”. Una dulce ternura me embargó. Con una señal de la mano lo invité a reposar su cabeza en mis piernas mientras acariciaba su espesa cabellera. Ni una palabra más, sólo el silencio de una complicidad, de un cariño compartido.

Quedamos en vernos un par de días después para hablar del tema de mi tesis de doctorado sobre Felisberto Hernández: silencio y memoria. En la tesis analizaba la memoria como fuente de una realidad poblada de silencio y agua en la obra de Felisberto. Cioran aceptó que lo grabara.

Fue durante esa conversación que descubrí que Cioran anhelaba el retorno al “paraíso perdido” Se reía al recordar su juventud, en la cual decía, “sucedió todo lo extraordinario que he vivido en mi vida”. [2]  
 
“Según los filósofos griegos, Dios enseña el silencio y el hombre la palabra”, le comenté. “Dicho de esa manera es muy hermoso”, me respondió y procedió a contar una experiencia en su juventud.

“Eran las once de la mañana….tuve la impresión de que el tiempo entero había culminado en mi. Todo el tiempo, desde la eternidad, desde el comienzo. De pronto yo era el centro, la finalidad. Todo el devenir había culminado en mí. Fue una experiencia fantástica en mi vida. Casi lloro. Era como un éxtasis. He tenido varios, no muchos, en mi vida”.
 
Mientras hablaba, a Cioran lo embargaba una pasión nostálgica por ese efímero instante, por “ese orgasmo cósmico”. En realidad, ambos compartíamos una nostalgia por una experiencia efímera que nos había marcado. Unos veinte años antes, yo había tenido un par de experiencias místicas en las cuales yo, como individuo, desaparecía y ese yo se convertía en el todo, en “Yo Soy”.

Continuamos hablando sobre el silencio y la música. Decía Cioran que la palabra escrita es metafísicamente inferior a la música. “El silencio permea todo lo real y profundo que uno pueda hacer en la vida”. Para él la música no podía ser comprendida sin el silencio. La música surgía del silencio. El silencio estaba implícito en la música.

La conversación se extendió durante la noche y sólo acabó cuando se agotaron las preguntas.

Unos días después recibí por correo un pequeño libro suyo titulado Valéry face à ses idoles (Valery ante sus ídolos). “Impertinencias de este pequeño texto que espero le diviertan – quizá”, decía su dedicatoria. Luego me comentó que era un libro que quería mucho.

Con este libro Cioran me ofrecía más reflexiones sobre la palabra y lo sagrado, sobre los inevitables velos que nos separan de esa experiencia. Para Cioran la desgracia de Valery fue haber sido comprendido en vida. Fue imprudente al “ofrecer demasiados precisiones sobre sí mismo y su obra”, dio claves y “disipó esos equívocos indispensables para el secreto prestigio de un escritor”. [3] Al final del libro Cioran escribe: “Yo no sé en cuál de los Upanishad se dice ‘que la esencia del hombre es la palabra, la esencia de la palabra es el himno.’ Valery aceptó la primera afirmación pero negó la segunda. Es en esa aceptación y rechazo que hay que encontrar la clave de sus logros y de sus limitaciones.” [4]

Ese año, mis encuentros con Cioran fueron asiduos. Durante los siguientes años nos mantuvimos en contacto por teléfono hasta que me mudé a Madrid. Cuando en el otoño de 1988, lo llamé desde Madrid para ir a visitarlo con Jacobo, el Cioran que me contestó era el mismo que había conocido; curioso, divertido y con la puerta de su casa abierta a un nuevo encuentro que tejería en el tiempo su propia travesía.

Vasco Szinetar colocó a Cioran frente al espejo de su lente. La imagen que nos entregó creó una historia paralela. En ella pude acercarme a este hombre con quien recorrí las calles de Paris en busca de un instante, del recuerdo de ese “éxtasis”.


[1] Todas las citas de esta conversación/entrevista se encuentran en Jean-Jacques Lafaye, Conversations pour un monde meilleur, (Paris, Albans Éditions, 2009) 166.
[2] Lafaye, Conversations, 157-166.
[3] E.M. Cioran, Valéry face à ses idoles, (Paris, Éditions L’Herne, 1970), 7-8.
[4] Ibid, 44-45.

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