Adolfo Bioy CasarezAdolfo Bioy Casares © Daniel Mordzinski

Premio Cervantes Adolfo Bioy Casares

Revista Prólogo #8, enero/febrero, 1991, Madrid.

Adolfo Bioy Casares, que mantuvo una amistad privilegiada con Borges, ha sabido conjugar en su extensa obra lo fantástico y el amor.

La vida de Bioy puede resumirse, como él mismo dijo, en los versos de Gracián que afirman que «el hombre no pidió nacer, pero que ya que estamos...» Ese sentido dramático de lo terrible de la existencia ha sido transformado en vida intensa, hedónica y pasional.

Adolfo Bioy Casares, tímido y delicado, conserva intacta esa mirada azul chispeante y el elegante sentido del humor que causó revuelo entre las damas del mundo. Sigue siendo un perfecto «gentleman», sobre todo por su afable trato con los demás. A sus 76 años, siente que  «nació ayer» y que va a morir «antes de ayer». Por eso su urgencia en vivir y escribir. Actualmente tiene previsto dos novelas, catorce cuentos y su autobiografía. Siente antipatía por el poder: «Si lo tuviera no sabría ejercerlo. Ni siquiera cuando fui capitán de un equipo de fútbol logré que ganáramos una sola vez». Además añade que cada vez que ha apoyado a un político «he tenido la ocasión de arrepentirme». Su paso por Madrid, con motivo de la Semana de Autor del Instituto de Cooperación Iberoamericana, coincidió con el Premio Cervantes. Madrid era una de las pocas ciudades españolas a las que no había regresado de adulto, pues por lo general sólo visita ciudades donde tiene «alguna amiga». Candidato eterno al premio Cervantes, días antes Bioy había declarado que «se sentía afortunado porque cada vez que recibía un premio estaba lejos del lugar donde se había fallado» y además consideraba que «recibir un premio era como si me tocara un número en la tómbola». Como un niño supersticioso, «pensaba que si pensaba en el premio no lo obtendría. Quería no creerlo para ganarlo». Y así fue como se enteró de la noticia mientras dormía la siesta echado en el suelo, aliviando el lumbago que lo aqueja.

La vida de Bioy Casares puede quizá resumirse, como él mismo dijo, en los versos de Gracián, que afirman que el hombre no pidió nacer, pero ya que estamos… Ese sentido dramático de lo terrible de la existencia Bioy lo ha transformado en una vida intensa, hedónica y pasional que no ha menguado con los años. Todo lo contrario, se mantiene encendida. El amor y la literatura han sido dos constantes inseparables en su vida, pero hoy dice: «podría prescindir del amor, mientras que si dejara de escribir viviría en la desolación».

Nació en Buenos Aires en 1914. Su padre, abogado y dueño de grandes extensiones de tierras, era un hombre influyente. Un día descubrió unos cuentos de su hijo y después de corregirlos los hizo publicar previo pago de trescientos pesos. Consciente de su timidez y para evitar que sufriera desagravios en la escuela, su madre optó por educarlo en casa. Pero cuando por fin fue a un instituto libre de enseñanza secundaria llegó ocho días después de que hubieran empezado las clases. El primer día le tocó una clase de álgebra. A Bioy nunca le habían dicho que una ecuación matemática se podía escribir con letras. Al día siguiente, el profesor lo llamó a su pizarra para resolver una ecuación. Durante una hora tuvo que sufrir las humillaciones del profesor y las burlas de sus compañeros: «Nunca pudo saber ese hombre en que tristeza me sumió, porque siempre creí que mi inteligencia iba a solucionarme todas las situaciones en la vida». De su madre estoica, que leía a Marco Aurelio y a Epicteto, heredó el sentido del  sacrificio por los demás. Ella también le enseñó que debía ser cortés: «Muchas veces mentía por cortesía y también pro timidez, porque pensaba que dar una explicación era algo difícil». Porque Bioy quiere a la gente y no le gusta herir sus sentimientos y para ello calla o desvía la conversación mediante algún comentario ingenioso. Desconfía de aquéllos que pregonan el bien de la sociedad en detrimento del individuo. Para él la sociedad es «abstracta» y por ello afirma que «siente más real la felicidad de una persona que conoce que el bien social». Cuando piensa en los argentinos, piensa en su barrio, en el farmacéutico Vázquez, en los camareros de la Viela o en el panadero. Particulariza a los seres humanos, los identifica y les da un lugar en su afecto.

La (sic) mujeres han sido y son fundamentales en su vida y en su obra. Ha señalado que muchos de los cuentos que ha publicado se los han contado mujeres o nacido a raíz de una experiencia con ellas. Las admira desde que tenía diez años cuando el portero de su casa le dijo que dejase de mirar los juguetes porque ya era un hombre y debía interesarse por las mujeres: «y yo como un robot, me dirigí a las mujeres». Y desde entonces ellas pueblan mi vida. Considera que empezó su vida de «amorista» desafortunadamente primero fue su prima, quien nunca lo quiso. Tenía doce años y pensaba que iba a ser campeón de tenis, pues ya había descartado su triunfo como boxeador. En el colegio empezaba a leer a los españoles, entre ellos a Cervantes, «simpático y querible», y fue entonces cuando sintió la fascinación de la literatura. «Había escrito algo, pero jamás pensé que sería escritor. Estaba enamorado de una prima mía que no me llevaba el apunte. Intenté escribir una novela para que ella sintiera como sufría mi corazón a causa de su desamor. Pero yo también era una especie de payaso humorístico que siempre estaba bromeando. Lo hacía porque no quería mostrarle mi dolor de forma patética sino de forma agradable».

Luego vino una chica de una familia que se llamaba Siete Cabezas que vivía en frente de su casa: «Un día, desde el balcón empezamos un amor. Me enamoré muchísimo. Sentía que el acto del amor era como un doble salto mortal, algo dificilísimo que no se podía proponer y que tenía que llegar muy despacio. Ella creo que se aburrió y trató de tener amores con un amigo mío. Un día desapareció con un chófer en un cadillac plateado».

El joven enamorado vivió sus primeras historias como un continuo desencanto. Se sentía como un «imbécil incurable» y pensaba que las mujeres lo dejaban porque tenía algún «defecto secreto». Pero como no le gustaba ser desdichado decidió convertirse en un «fascista del amor» y empezó a engañarlas, a tener varias a la vez y para su gran sorpresa le iba muy bien: «Ellas no sabían que tenía a la otra, pero trataban de retenerme como si lo supieran». A partir de entonces empezó a tener relaciones equilibradas con las mujeres. Se convirtieron en sus amigas. Prefiere su compañía a la de los hombres que no le importan mucho. Pero también se queja más de ellas. Toda historia tiene una víctima y un victimario y me parece más lógico que el hombre sea la víctima, afirma. Por eso en sus historias lo (sic) hombres aparecen como tontos y las mujeres los engañan. Un día durante una comida, Bioy nos confesó que en realidad las mujeres no eran lo más importante en su vida. Si tuviese que escoger entre un pedazo de pan y una mujer, optaría por el pan. «Mi orden de prioridades, es el siguiente: primero el pan, luego el agua y después las mujeres».

Cuando conoció a Silvina Ocampo se enamoró de un solo golpe. Ella era once años mayor que él y ello causó la desaprobación en sus padres. Aún así se fueron a vivir juntos al campo sin pensar en casarse. Pero esto fue peor y tal fue la insistencia en que formalizaran su relación por lo que se casaron. Jorge Luis Borges, a quien había conocido en 1932 en casa de la hermana de Silvina, Victoria Ocampo, fue testigo de su boda por la Iglesia. Su matrimonio no le impidió continuar teniendo amores y amoríos, siempre mantuvieron una relación de amigos y con la certeza de que continuarían viviendo juntos.

De joven fue celoso y aunque tuvieses muchas mujeres no le gustaba lo contrario. Como no quería sufrir un día decidió, «racionalmente», dejar de ser celoso. Eso ocurrió hacia los cuarenta años. Y mientras va desmenuzando un pedazo de pan, Bioy se lamenta de que al sentir celos efectivamente dejó de sufrir, pero también empezó a sentir con menor pasión.

Su amistad con Jorge Luis Borges fue muy larga. La muerte de Borges lo hizo sentirse «irreal». «Uno no puede prepararse ante la muerte. Cuando me despedí de Borges le dije: ‘Ojala te vaya bien’. El me respondió que no le podía ir bien, porque los médicos le habían quitado toda esperanza de vida. ¿Por qué entonces te marchas para morir lejos? Lo mismo da morir aquí que allá, me respondió Borges. Y eso me parece irrefutable». Juntos crearon un personaje, H. Bustos Domecq, fruto de la conjunción del nombre de un antepasado de Borges y de la abuela materna de Bioy. Esta colaboración surgió como consecuencia de un folleto que ambos escribieron sobre la naturaleza y las virtudes de la leche cuajada para un  tío de Bioy, dueño de una lechería. Durante una semana se recluyeron en su casa de campo con cantidad de material de Pasteur, Metchnikoff y otros prestigiosos biólogos sobre las virtudes del yogur que les habían entregado. Entonces Borges le propuso que introdujeran la historia de longevidad de una familia llamada Petroff. Cuando se lo contó a su tío éste se enfureció porque había inventado un caso. «En cambio, señala, creían los embustes de los científicos quienes afirmaban que los búlgaros de ciento cincuenta años eran moneda corriente».

Bioy Casares niega rotundamente sus primeros libros. Su primera novela la llamó «La inauguración del espanto» porque «después de ella surgieron una serie de libros horribles», añade. También considera que La Invención de Morel tiene una estructura muy rígida. Empezó a escribir para que lo quisieran y luego para lucirse y «fracasé hasta el día que olvidé esas pretensiones». Pero la motivación siempre ha sido el placer de contar una historia. «Escribir es agregar un cuarto a la casa de la vida» afirma. Y cuando escribe piensa en el lector y en la historia que tiene entre manos. Considera que actualmente muchos escritores se pierden porque lo que más les preocupa es su lugar en la historia de la literatura.

Lento para escribir, rápido para imaginar, Bioy es un escritor que siempre tiene varias novelas y cuentos en la cabeza. Apasionado del cine, pasó a la literatura fantástica a partir de 1929 con la publicación de Vanidad o una aventura terrorífica. Le gusta lo que hay de maravilloso en lo fantástico. Collodi con su Pinocho lo influyó en el plateo de las historias fantásticas, sobre todo por la preocupación por lo cotidiano y lo doméstico: la descripción del  cesto de alimentos y de prendas de vestir que Pinocho llevaba en su viaje a la luna entusiasmó al joven Bioy Casares para quien el «thrill» y la emoción de la aventura están en los detalles. Sitúa su fascinación por lo fantástico en la experiencia que tuvo de niño ante el espejo trifásico del cuarto de vestir de su madre. En el espejo «vi el cuarto mil veces reflejado y tuve la primera prueba de algo visible que no era real». Los sueños también ejercen sobre él una atracción. «Tengo la idea, no sé hasta que punto futil, de que durante los días tengo la vigilancia y durante las noches tengo los sueños. De alguna manera, soñar es seguir despierto a la conciencia. La muerte es terrible, cuando llega cesa la función cinematográfica de la conciencia»

La mortalidad del hombre es una de sus preocupaciones fundamentales. Sus ideas sobre la muerte «son espantosas». Piensa que la «vida es horrible»  porque por lo general «se la conduce mal y además no la hemos pedido. Nos la dan. Pero si hoy me trajeran un contrato para vivir mil años o para siempre, lo firmaría inmediatamente sin mirar cómo voy a vivir».

Libro de Bioy Casares
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