Foto de Jesse FernandezJorge Luis Borges en compañía de su madre, 1961. © Jesse Fernández

Jesse A. Fernández o la cámara contra el olvido

El artista cubano Jesse A. Fernández falleció el 13 de marzo en Neuilly-sur-Seine, Francia, víctima de un paro cardíaco.  Pintor y fotógrafo, es autor de dos libros: Les momies de Palerme, con prólogo del escritor francés Dominique Fernández (1980) y Retratos (1984), publicado por el Instituto de Cooperación Iberoamericana, de Madrid. Jesse nació en La Habana el 7 de diciembre de 1925.

Periódico Cultural Reunión, Junio de 1986, Madrid.

Una noche caraqueña Jesse Fernández llegó al taller literario Calicanto. Sentados frente a Antonia Palacios, nosotros, jóvenes escritores y poetas, lo observábamos fotografiar casi imperceptiblemente los gestos de la escritora venezolana. Poco a poco, Jesse fue «ocupando» Caracas con su Leica y con esa mirada suya que develaba a los personajes fotografiados. La cámara nunca era visible en sus manos. El fotografiaba con tal velocidad y agilidad que incluso el «clic» se confundía entre los otros movimientos. Jesse y la cámara eran una sola mirada, un solo gesto.

Cuando llegué a París. Jesse me mostró los espacios con los cuales convivía: el bosque de Vincennes, Auvers-sur-Oise (donde vivió y murió Van Gogh) y el cementerio de Montparnasse, donde visitábamos a César Vallejo.

Como un presagio, Jesse viajó a Sicilia para encontrarse con las momias de Palermo. Al volver a París, regresó con la mirada aún inserta en la humedad de las catacumbas sicilianas. Jovialmente mostraba las fotos de aquellos muertos antiguos y dos calaveras, que había colocado en su mesa como recuerdo de las cavernas, le acompañaban mientras revelaba la muerte en sus negativos.

El recuerdo de la muerte había comenzado a vivir en Jesse de una forma sombría. No había logrado superar la pequeña muerte de todos los días, de aquéllos que corresponde a la propia vida. El había descubierto a tiempo la muerte que cada uno lleva en sí, y por la cual sobreviven las cosas aun cuando la memoria las haya borrado. Jesse se esforzó por descubrirla en sus múltiples formas a través de la fotografía. Las momias le hablaban de una época, de una pasión, de una vida y de la muerte.

De esta forma pasaron las semanas y los meses sin noticias suyas hasta que un día de octubre, de 1980, sonó el teléfono. Jesse regresaba de una nueva convivencia con la muerte: había sobrevivido una embolia cerebral. Y ahora volvía con una voz más profunda y lenta como si quisiera alargar el tiempo de las palabras, de lo que decía, del tiempo que había perdido en la tierra de su memoria.

«No recuerdo nada, me dijo, no tengo memoria de esas siete semanas en que estuve muerto. Todo siguió viviendo y yo nunca lo supe. He descubierto que esa es la muerte: el propio olvido y luego el olvido de los otros».

Y Jesse continuó reflexionando sobre ese vecino que lo habitó, y que ahora se había convertido en parte de su recuerdo y olvido. Ya no había temor en su voz ni en su mirada: una lejanía inexplicable, una mirada que no alcanzaba los contornos inmediatos sino que arrastraba consigo polvo, soles y sombras de otro paisaje. Quizás Jesse descubrió que la muerte que madura dentro de cada uno no es un fantasma ni una dama gélida, sino una certeza con la cual uno se enfrenta. Él había convivido con ella: él conocía la dimensión del olvido que lleva en sí y asumió la muerte en cada acto de su vida.

Una tarde calurosa de verano lo acompañé a recorrer las tumbas de célebres artistas para un libro que estaba preparando. Cada foto era un diálogo con la vida que vibraba sobre las sepulturas. Al hablarme de los artistas desaparecidos, Jesse los «resucitaba». Al invocar sus nombres y sus imágenes, los traía a la memoria y así cancelaba, una y otra vez, lo que más temía de la muerte: el olvido. Al hablar de la muerte y al fotografiar su expresión, Jesse se rebelaba contra el miedo y el silencio que los hombres se imponen frente a cualquier señal de la muerte. Él sabía que la muerte era el único juicio al cual se enfrenta el hombre. Por ello la reconocía y abolía el miedo que le inspiraba. Quizás conoció la cara de la muerte a través de su propia experiencia plástica. Es cierto que la muerte de Jesse Fernández no puede sino sacudirnos ante la injusticia del tiempo, pero quizás él no pensaría lo mismo. Llevaba años dialogando con ella y por ello nos legó un recuerdo imborrable. Su vitalidad  y su presencia nos llegan a través de sus imágenes. Jesse está un poco en cada ser que fotografió: él continúa hablándonos porque no hay nada que pueda borrar su presencia en nuestra memoria y en la memoria de su legado artístico.

Carol Prunhuber

 

Carol Prunhuber


Jesse A. Fernández © Carol Prunhuber
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